Santandereano, su familia se radicó en la sabana de Bogotá, luego en Argentina y finalmente en Cali, donde comenzó el negocio de las baterías, como simple reparador. Tras mucho trabajo se hizo ensamblador y luego productor de lo que hoy se conoce como Grupo MAC, que surte un alto porcentaje del mercado nacional de baterías y ha penetrado plazas de Ecuador, Perú, Panamá y próximamente Venezuela.
No IGUAL, PERO ALGO SIMILAR A LO DE SAULO QUE, SEGÚN LA BIBLIA, tras caer de un caballo se convirtió en Pablo, más tarde santo, le ocurrió a Ernesto, quien venía un día de 1956 de su casa al trabajo de obrero en reparación de baterías, cuando “un camión violó un pare y yo quedé abajo; al caer tuve una grave hemorragia interna”. Quedó inconsciente; alguien, en medio de la algarabía que suscita este tipo de accidentes, tuvo la sensatez de llevarlo aun hospital.
El diagnóstico no fue placentero. Además de lesiones externas, de lenta pero segura recuperación, tenía once perforaciones internas que tensaron los músculos de familiares y amigos. Fue sometido a una intervención quirúrgica, vigilado en cuidados intensivos y atendido con tanta eficacia, que luego de varias semanas fue rescatado del peligro. La gente que lo visitaba tuvo una actitud que se ha perdido, como hemos perdido tantas cosas los colombianos: le aplicaba inyecciones más efectivas que las médicas, de ánimo y optimismo.
Durante el tiempo que estuvo convaleciente, obró como lo haría cualquier persona normal en esos casos: se puso a revisar su vida. Cuando se ha estado a medio paso de la muerte y alcanzado a verle de refilón sus misteriosas cuencas, lo menos que puede uno sentir es que le han regalado tiempo extra, una especie de segunda oportunidad para mejorar.
Ernesto tuvo la firme intención de que, en cuanto estuviera apto para continuar trabajando, buscaría la forma de independizarse y tener algo propio. Pero no sabía exactamente qué. Su intención era realizarse como ser humano, reafirmar su personalidad y ser un ente con voz propia. Era joven todavía, pero ya había alcanzado a probar que eso no es suficiente para descuidarse.
Cuando se es consciente de algo, la angustia es peor. Por eso la gente que goza del espacio de la ignorancia, que no oye, ni ve, ni entiende, es en çierto modo más feliz que los pensantes, porque no se da cuenta de nada, vive bajo una gigante adormidera y a duras penas come, duerme, bebe, camina y hace oficios menores. Ernesto estaba muy lejos de ser uno de esos felices hombres-vegetales. Al querer ser dueño de su propio toldo, tropezó con lo que necesita quien quiere caminar solo: no tenía dinero.
No podía solicitar créditos, porque nadie lo conocía en esa ciudad, Cali, a donde había llegado un año antes, procedente de Argentina. Tampoco tenía amigos con suficiencia económica que pudieran servirle de fiadores, ni haberes para respaldar una deuda. En su cama de enfermo le daba vueltas al asunto y en vez de simplificar sus posibilidades futuras, se le complicaban.
Era empleado de Distribuidora de Baterías, de Gustavo Villegas, a donde había llegado por un aviso de prensa que solicitaba los servicios de un técnico en baterías, profesional por entonces bastante escaso en el medio caleño. Le habían ofrecido trabajo en una fábrica de bicicletas, oficio que conocía, con un sueldo bastante bueno, pero prefirió el taller de baterías. Ernesto se presentó con entusiasmo y seguridad, los seis años que había vivido en Argentina lo habían provisto de ese espíritu elástico, abierto y confianzudo de los argentinos. De hecho, no se sentía bien de nuevo en Colombia, la familia lo había llevado muy chico y en ese país austral pasó los años fundamentales de la adolescencia.
A Gustavo le agradó la forma de ser de Ernesto, su actitud franca y respetuosa simultáneamente, sus arranques de iniciativa propia y su temperamento racional. Llegaron a un acuerdo y lo contrató como un operario más. Sus jefes inmediatos fueron Eladio Estrada y Diego Mejía Echeverry
El taller quedaba frente a Surtillantas. Su propietario, Juan Jaramillo, que conoció a Ernesto cuando comenzó a trabajar, lo recuerda “como un muchacho con acento argentino, llevaba los pantalones que utilizaba para laborar raídos y se desracaba entre los demás porque realmente conocía sobre reconstrucción de baterías”.
Recuerdan que Ernesto era tacañísimo, comía apenas lo suficiente, no bebía, ni fumaba, ni comía golosinas, no porque tuviera que colaborar mucho en la casa, ni estuviera en terminal de pobreza, ni pretendiera ahorrar para algún negocio. Es que había tenido una moto en Argentina y se había acostumbrado tanto que no podía vivir sin una. Estaba ahorrando para comprarla, cosa que hizo, la misma en la cual se accidentó.
Por eso está ahora convaleciente, revisando su visa y pensando qué hacer. Aparte de la Distribuidora de Baterías, de Gustavo Villegas, él tenía también un pequeño taller, un “chuzo” como dicen ahora con mezcla de desdén y aprecio, que no le había dado buen resultado. Aún quedaban algunos mostradores llenos de polvo y semivacíos, algunos implementos útiles para la reparación de baterías y la desolación de todo negocio quebrado.
Gustavo pensó en el simpático muchacho colombiano con dejo argentino, que se había salvado milagrosamente de la agresión de un camión. Le ofreció un tallercito que tenía en la carrera 8a. con calle 23, frente a la empresa de buses Copetrán. “Le acepté la oferta —dice Ernesto— y se lo compré por cuatro mil pesos, que inicialmente pagaba con abonos semanales, pero luego le firmé diez letras, pues era mucha la presión de pagar cada ocho días”.
Ese fue su despegue. Como ocurre siempre, le tocó valerse de un ayudante y ellos dos solos mantenían la caña, trabajaban desde muy temprano hasta tarde en la noche, incluyendo días feriados, andaban sucios de overo!, manos y cara, porque inconscientemente se pasaban las manos por las mejillas y les quedaban untadas de polvo, grasa, aceite. Ernesto sabía que la única manera de pagar ese tallercito y ser propietario, era esforzándose. Idea fija que le aconsejaba no despilfarrar en parrandas, muchachas y locuras de juventud, sino sacrificarse algo y asegurar un futuro libre de presiones pecuniarias.
Al año era propietario. De un tallercito venido a menos, pero propietario, estatus logrado a puro pulso, prestando los servicios de mantenimiento, cargue y reconstrucción de